Thiem se encumbra a lo Nadal

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El austriaco, que había perdido sus tres finales previas en un grande, remonta increíblemente en Nueva York ante Zverev, que estuvo dos sets por encima y sirvió dos veces para ganar (2-6, 4-6, 6-4, 6-3 y 7-6(6)

Y, por fin, Dominic Thiem.

Marcaba el reloj las 2.21 en España y al austriaco le entraba la risa floja en la silla, por no llorar, reventado después de 4h 01m de remar, remar y remar para levantar, ahora sí, su primer gran trofeo después de haber perdido en las tres finales previas que disputó. La resolución de este US Open estuvo en consonancia con el transcurso de un torneo enrevesado y anómalo, en el que ha ocurrido de todo y que se finiquitó, por primera vez en la historia del major estadounidense, gracias a la foto-finish del tie-break final. Precioso y cruel desenlace (2-6, 4-6, 6-4, 6-3 y 7-6(6) que encumbró a Thiem en la inmensidad de esa pista prácticamente hacía, mientras Alexander Zverev rumiaba una derrota muy difícil de digerir

El alemán, que tuvo medio Grand Slam en la mano, sino tres cuartos, sirvió dos veces para ganar en el quinto set y estuvo después a dos puntos del premio al resto, pero en el instante crítico irrumpió la versión heroica de Thiem, con el que el tenis tenía una deuda pendiente. Medio cojo y al límite físicamente, el austriaco se coronó por la vía de la épica, levantando increíblemente un partido que tuvo prácticamente perdido.

Triunfó a lo Nadal, del que se dice que es su sucesor sobre la tierra batida, desplomándose sobre el suelo. Suena esa foto. Necesitado de épica, de fricción para reinsertarse en la batalla, Thiem fue más sólido cuando la situación exigía una esquirla más de temple. Así que, por fin, a los 27 años ya tiene su deseado grande en la vitrina.

De repente, Thiem levantó la cabeza y donde antes veía un sinfín de pasillos y espacios abiertos en los que colocar su bola pesada, esos poderosos golpes con la derecha o el revés, da igual, ahora no encontraba un solo hueco y la raqueta le pesaba una tonelada. De repente, el austriaco había perdido toda la fuerza, esa potencia y ese vigor que le caracterizan y convierten su tiro en uno de los más violentos del circuito. De repente, Thiem dejó de ser Thiem. Era una especie de Sansón al que le habían cortado la cabellera. Ni rastro del pegador, del guerrillero irreductible que puede con casi todo. De repente, a Thiem se lo había tragado el cemento de Nueva York.

Eso sí, de un cabo a otro, una odisea.

Salió tenso a la Arthur Ashe, seguramente porque en la previa de la final todos los caminos conducían hacia él, acompañado por la estadística y sobre todo por las sensaciones que desprendían los recorridos de uno y otro hacia el choque. Había dejado atrás a Cilic, De Miñaur, Aliassime, Medvedev. Palabras mayores. Venía fresco, impoluto, fuerte, con casi cuatro horas menos de estancia en el asfalto que el alemán, debutante por estos lares, y con una dinámica fabulosa. No se sospechaba un bajón así, ni tampoco, probablemente, la metamorfosis de Zverev. Había progresado el alemán a trompicones, resucitó ante Pablo Carreño y arrastró la inercia de la semifinal hasta el episodio definitivo.

La derecha de Sascha

Thiem posa con el trofeo de campeón. / ROBERT DEUTSCH (REUTERS)
Thiem posa con el trofeo de campeón. / ROBERT DEUTSCH (REUTERS)

Sobre alerta después de sestear durante un buen rato contra el asturiano, esta vez irrumpió aplicado y ordenado, con la intención de hacer daño. Más asentado, más agresivo. Nada que ver. Y de repente, esa derecha que le lleva a mal traer se despertó, dominadora y cortante, como si le hubiesen injertado un nuevo brazo. Se apoderó de la pista y en un santiamén fue trasquilando al austriaco, desfondado y fallón, inexpresivo y cohibido, desfallecido. No podía con la raqueta Thiem. Cedió dos veces el saque en el primer parcial, al tercer y séptimo juego, y se fue a la silla con la mirada gacha y encogido.

El drive no le corría lo más mínimo, mientras Zverev había llevado el pulso exactamente hacia el lugar que pretendía: por delante, aumentando el ritmo de servicio y sin sufrir desgaste alguno. La escena ideal para dar el gran golpe que se le reclamaba. Cerró la primera manga en media hora, con un ace, y encauzó la segunda con autoridad. En su defensa, Thiem abusó del revés cortado, que no le hacía la más mínima cosquilla al de Hamburgo, y se parapetó en el muro a la hora de restar; signo táctico en otra circunstancia, no esta vez. Su devolución temblorosa no era más que una señal de impotencia, ni siquiera de temor. Thiem no estaba, no replicaba, sufría constantemente. No creía. Hasta entonces asistió, pero más bien parecía un holograma.

Aun así, consiguió maquillar la segunda manga recortando el abismo, del 5-1 al 5-4, pero nada hacía presagiar un cambio. Agarrotado, al fin y al cabo desconocido, en ningún momento daba la impresión de poder revolcar a Zverev, que venía con la lección aprendida y buena actitud, sin aspavientos ni esa suficiencia que muchas veces le pierde. Sobrio y lineal, sin esos altibajos que le hacen frágil. Quién lo iba a decir: un muro. Hasta ahí manejó a su antojo el duelo pero Thiem, espíritu indómito y resistencia de titanio, no terminó de inclinarse y comenzó a picar piedra de verdad. Sí, increíblemente había final.

Si previamente no había sabido gestionar bien esa condición de favorito, luego fue recomponiéndose punto a punto, en progresión. Su raqueta escupía mejor la bola, su lenguaje corporal ya era distinto y se agarró con uñas y dientes al partido. Volvía a la Tierra poco a poco, planteando una prueba de larga distancia. Y Zverev arrugaba la frente. Fue entonando sus porcentajes de servicio -arrancó con una efectividad de solo el 37%- y sibilinamente viró el rumbo de la noche, adjudicándose la tercera manga a base de amor propio y decantando la cuarta con el estacazo del break para 5-3.

Dos dobles faltas decisivas

Zverev se lamenta tras perder la final. / JUSTIN LANE (EFE)
Zverev se lamenta tras perder la final. / JUSTIN LANE (EFE)

De repente, sin alcanzar su pico más álgido de tenis, todo sea dicho, Thiem emergió. Se repuso también del golpe inicial del último asalto, con Zverev otra vez rompiendo y por delante, más amenazante si cabe con 5-3 y saque; pintaba feo para él, pero respondió (5-4) y enseguida asestó un gancho a la mandíbula del gigantón (6-5), que no solo se mantuvo en pie sino que también encontró el mentón del adversario (6-6).

Se había crecido Thiem, con una derecha paralela y una banana tremendas, y en la muerte súbita aprovechó un par de patinazos de Sascha (dos dobles faltas, 15 en total) que le dejaron a un centímetro de la gloria. Pero, claro, no podía terminar la historia ahí. Desperdició dos bolas de partido, aunque finalmente corrigió y no perdonó.

Después de dos semanas locas y una final taquicárdica, Nueva York alumbró el primer gran triunfo de Thiem, el primer austriaco que se hace con un grande desde el fiero Thomas Muster (Roland Garros, 1995); primer tenista de los noventa y el primero también que estrena su palmarés en un Grand Slam desde que lo hiciera Marin Cilic en Flushing Meadows, 2014; rostro nuevo en el historial, terminando así con la secuencia victoriosa de Federer, Nadal y Djokovic desde 2016, trece majors consecutivos entre los tres. El tenis brinda por él, digno y merecido campeón.

Por fin, Dominic Thiem. Madrid. El País/Alejandro Ciriza.

 

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