Armenia, una revolución sin cristales rotos

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Cómo los armenios han sido capaces de forzar el cambio político pacíficamente en mes y medio

En muy raras ocasiones la elección de un primer ministro es una fiesta. Como la que ayer tuvo lugar en Yereván. Su propio beneficiario, Nikol Pashinyán, reconocía el porqué al subir al escenario en la atestada plaza de la República que le esperaba, apenas una hora después de su nombramiento –rápido, de puro trámite- en el Parlamento: “La victoria no es que haya sido elegido sino que vosotros habéis elegido quién debía ser primer ministro”. Y añadía después: “Desde ahora, todos sirven al pueblo. Si no lo hacen, el pueblo los echará como en abril del 2018”.

En menos de mes y medio se ha dado la vuelta a Armenia, o al menos esa es la perspectiva que se abría ayer. No valen referentes de algo así en el espacio postsoviético. En la revolución de las rosas de Georgia (2003), en la revolución naranja de Ucrania y la Euromaidán (2004 y 2013) hubo intervención exterior. En Bielorrusia y Moldova nunca la hubo y el cambio fracasó. En Armenia no se produjo en aquellos años porque, según dicen “no le importaba a nadie en el mundo”. A lo que ha ocurrido ahora lo llaman “la revolución del amor y la solidaridad” y tiene todo el aspecto de estar hecha a mano, gracias a una sociedad civil capaz de organizarse contra unas condiciones de vida que no está dispuesta a seguir soportando.

No valen referentes de algo así en el espacio postsoviético

El Parlamento eligió ayer a Nikol Pashinyán primer ministro por 59 votos a 42, suficiente porque necesitaba 53. El 1 de mayo, tras un mes de protestas que le propulsaron a la candidatura, no alcanzó el mínimo en la votación. El 2 de mayo, una huelga general paralizó el país. El Partido Republicano, aposentado en el poder, acabó cediendo hasta el punto de renunciar a presentar un candidato propio y aceptó apoyar (no todos lo han hecho) a Pashinyán. Quizás los republicanos, y su líder, Sersh Sargsyan, no habían querido hasta entonces asumir del todo lo sucedido. Sargsyan, que pretendió una jugada a lo Putin, pasando de presidente a primer ministro con máximos poderes, había aceptado renunciar el 23 de abril. Ahora, aunque los republicanos mantienen la mayoría, al viejo régimen puede que no le resulte fácil lograr un retroceso, y si hubiera que celebrar elecciones anticipadas, “los menores de 27 años, que nunca participaban en tantas elecciones amañadas –dice la periodista y activista Roubina Margossian, señalando que también votaban los muertos-, entonces votarán”.

En Armenia ha habido movimientos de protesta grandes y pequeños. Los mayores, por las elecciones del 2008, por la subida del billete de autobús en Yereván en el 2013 (“Pago 100 dramms”, se llamaba la acción de desobediencia civil) y la del recibo de la luz en el 2015, que tuvo el atractivo nombre de Elektric Yereván. Los motivos para salir a la calle ahora han sido muchos: el 30% de los armenios vive bajo el nivel de pobreza, la economía sumergida es del 40% al menos, una de cada dos familias resiste gracias al dinero que envían los emigrantes en Rusia, EE.UU. y Europa, el fraude fiscal y la corrupción están generalizados. Y la emigración es un fenómeno constante.

Sersh Sargsyán, gobernante durante diez años, no era el mayor de los problemas y no hubiera existido una revuelta contra él de no verse los armenios tan acuciados. Pero cuando quiso hacer un Putin prendió la llama.

Nikol Pashinyan, fundador del movimiento Contrato Social y líder de la pequeña coalición parlamentaria, Yelk (salida), lanzó hace un par de meses una iniciativa, Mi paso, caminando 200 kilómetros por el país. Paralelamente, la activista María Karapetyán promovía la campaña “Dí no a Sersh” (Sargsyán). “Uno era un mensaje positivo, de acción, y el otro era negativo, señalando cuál era el problema. Ambos mensajes confluyeron. Del 1 al 28 de marzo nos reuníamos a diario; el 24 fue la primer manifestación, con solo 20 personas, pero luego…”

Luego el fenómeno creció exponencialmente. Los activistas fueron creativos en Yereván: paralizaron el tráfico cruzando los pasos de peatones en bucle, evitaron las provocaciones cuando convencieron a la gente de no pasar la noche en la plaza de la República, y fueron capaces de influir, aseguran, a la policía al gritar a los agentes: “Sóis de los nuestros”, todo un efecto psicológico en una ciudad de un millón de habitantes en la que todos se conocen. Entre sus logros, destacan cómo un concierto continuo ante el Ministerio de Cultura acabó en la dimisión de su titular.

El Ministerio del Interior, de todos modos, actuó con prudencia. Aparte de la detención de tres diputados, uno de ellos Pashinyán, no hubo palos. “En esta revolución no se ha roto ni un cristal”, dicen.

Sin duda los activistas aprendieron la lección de lo ocurrido hace dos años, cuando el desastre de la “guerra de abril” con Azerbaiyán en el territorio semiindependiente de Nagorno Karabaj, que duró cuatro días con pérdidas para los armenios, derivó en una protesta violenta. Una treintena de hombres armados ocuparon una comisaría de Yereván durante dos semanas para exigir la dimisión del entonces presidente Sersh Sargsyán. La cosa acabó con dos policías muertos y un total de 60 heridos. La población estaba a favor de los rebeldes, pero el resultado fue doloroso.

Completamente pacífica esta vez, la “revolución del amor y la solidaridad” no fue una revuelta capitalina como tantas veces. En un pueblo lejano de 900 habitantes, Debet, en la verde región de Lori, unas colegialas adolescentes impulsaron el corte de carreteras. Cuatro localidades de alrededor se sumaron y cerraron el acceso a un túnel. El joven alcalde de Debet, Ashot Ghazaryan, ya estuvo en Elektric Yereván y esta vez volvió a acudir a la capital: “No se qué pasó, pero nadie me presionó para no ir”, a pesar de que la presencia de los republicanos en el pueblo es notoria. Ghazaryan, un independiente, había ganado las elecciones. Fue por la mínima, pero era la primera vez que ocurría, signo de un inicio de cambio.

Teniendo en cuenta que en los diez años de mandato de Sersh Sargsyán habrían emigrado 387.000 personas, “si no lo hubiéramos hecho ahora y hubiéramos esperado a crecer en el Parlamento, habríamos perdido para entonces al 30% de la población”, considera Maria Karapetyán.

La revolución tuvo aliados inesperados, sin embargo. Nada menos que el nuevo presidente –con poderes limitados por la Constitución-, que acababa de aceptar el cargo a propuesta de Sargsyán. Armén Sargsyán (el apellido es coincidencia) se presenta discretamente como el gestor del cambio y posicionado junto a “los jóvenes”, a los que considera artífices de la transición.

“Los días 20 y 21 de abril, de grandes manifestaciones, me dije que tenía que hacer algo, poner orden, procurar que nadie violara la ley y abrir el diálogo”, dijo Sargsyán a un reducido grupo de periodistas europeos. Se fue a las protestas. “Los manifestantes no se creían que un presidente pudiera caminar, pensaban que siempre iba en coche… Hablé con el líder de la oposición y con otros, en medio de la multitud, gritando, pero no contra mí. Pashinyán tenía que hablarme al oído”.

Después, con Pashinyán y otros dos diputados detenidos, el 23 de abril mantuvo el presidente una reunión de la que salió la orden de su liberación y la dimisión de Sersh Sargsyán como primer ministro. “Eso relajó las cosas, y el 24, día del genocidio armenio, la nación estaba unida,

no hubo nada, y aparecimos ante la comunidad internacional como una nación muy responsable”.

Para Armén Sargsyán, cuyo expediente como político es intachable (ex embajador en Londres, fue muy brevemente primer ministro entre 1996 y 1997 por serios problemas de salud), el mandato de Nikol Pashinyán “no será el fin de nada sino un nuevo comienzo”.

Nikol Pashinyán es todavía una incógnita, pero puede estarse liquidando el régimen postsoviético. Tarde, pero con una sociedad más madura. La perspectiva política que se le abre al nuevo primer ministro es complicada porque gobernará en minoría. Probablemente se rodeará de tecnócratas a fin de llevar a cabo una política doméstica liberal –acabar con los monopolios, la corrupción y el fraude-, manteniendo una política exterior conservadora, es decir, seguir la línea de la alianza estratégica con Rusia. Y, según María Karapetyan, con la posibilidad de que se abran paso formas de democracia directa.

“Hace dos años no teníamos el valor de expresarnos; ahora, los que están en puestos de responsabilidad sabrán que la gente sabe cómo pedir las cosas”, decía el alcalde Ashot Ghazaryan, en vísperas de la jornada feliz de ayer.

Tomado de La Vanguardia

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